Existen dos formas de incrementar nuestra renta per cápita
y, en consecuencia, nuestros estándares de vida: la primera es
trabajando un mayor número de horas; la segunda es siendo más
productivos (esto es, creando más bienes y servicios por hora
trabajada). Como es obvio, si queremos disfrutar simultáneamente de más
tiempo libre y de más renta per cápita, entonces solo disponemos del
segundo camino.
Pero ¿cómo podemos aumentar la productividad?
Por un lado, disponiendo de un mayor capital (físico, humano y
tecnológico) por trabajador: si los trabajadores cuentan con más
herramientas, entonces serán capaces de generar más valor en cada una de
sus horas de trabajo. Por otro, con progreso técnico,
es decir, con una mejor organización micro y macroeconómica de todos los
factores productivos existentes (a través de mejores empresas, mejores
instituciones y mejores tecnologías). Es en este último apartado donde
entra la lógica de la innovación.
Innovar es descubrir esas mejores vías alternativas de organizar los factores productivos,
entre ellas, nuevas y más eficientes tecnologías. A diferencia de lo
que sucede con la acumulación de capital (cuyo uso sí es rival entre
empresas: es decir, el capital que utiliza una compañía no puede ser
empleado por otra), la innovación genera mejorías parcialmente no
rivales que pueden extenderse al conjunto de la economía (esto es,
pueden mejorar los sistemas organizativos de empresas que no hayan
invertido en innovar pero sí hayan copiado al innovador), dando lugar a
un progreso económico caracterizado por los rendimientos crecientes a escala (esta fue, de hecho, una de las principales contribuciones de Paul Romer, Nobel de Economía del año en curso).
Dentro
del imaginario colectivo, esta conexión entre innovación y prosperidad
ha terminado por consolidarse, motivo por el cual a la mayoría de
nuestros gobernantes se les suele llenar la boca prometiéndole al
electorado medidas que nos permitan avanzar hacia una sociedad más
innovadora. Pero, a la hora de la verdad, muchas de sus decisiones políticas erosionan de raíz los incentivos a innovar:
en particular, los sablazos impositivos que todos los partidos han
aplicado, o prometen aplicar, afectan negativamente a la innovación.
Existen dos formas de incrementar nuestra renta per cápita
y, en consecuencia, nuestros estándares de vida: la primera es
trabajando un mayor número de horas; la segunda es siendo más
productivos (esto es, creando más bienes y servicios por hora
trabajada). Como es obvio, si queremos disfrutar simultáneamente de más
tiempo libre y de más renta per cápita, entonces solo disponemos del
segundo camino.
Pero ¿cómo podemos aumentar la productividad?
Por un lado, disponiendo de un mayor capital (físico, humano y
tecnológico) por trabajador: si los trabajadores cuentan con más
herramientas, entonces serán capaces de generar más valor en cada una de
sus horas de trabajo. Por otro, con progreso técnico,
es decir, con una mejor organización micro y macroeconómica de todos los
factores productivos existentes (a través de mejores empresas, mejores
instituciones y mejores tecnologías). Es en este último apartado donde
entra la lógica de la innovación.
Innovar es descubrir esas mejores vías alternativas de organizar los factores productivos,
entre ellas, nuevas y más eficientes tecnologías. A diferencia de lo
que sucede con la acumulación de capital (cuyo uso sí es rival entre
empresas: es decir, el capital que utiliza una compañía no puede ser
empleado por otra), la innovación genera mejorías parcialmente no
rivales que pueden extenderse al conjunto de la economía (esto es,
pueden mejorar los sistemas organizativos de empresas que no hayan
invertido en innovar pero sí hayan copiado al innovador), dando lugar a
un progreso económico caracterizado por los rendimientos crecientes a escala (esta fue, de hecho, una de las principales contribuciones de Paul Romer, Nobel de Economía del año en curso).
Dentro
del imaginario colectivo, esta conexión entre innovación y prosperidad
ha terminado por consolidarse, motivo por el cual a la mayoría de
nuestros gobernantes se les suele llenar la boca prometiéndole al
electorado medidas que nos permitan avanzar hacia una sociedad más
innovadora. Pero, a la hora de la verdad, muchas de sus decisiones políticas erosionan de raíz los incentivos a innovar:
en particular, los sablazos impositivos que todos los partidos han
aplicado, o prometen aplicar, afectan negativamente a la innovación.
A la postre, los impuestos reducen la rentabilidad que cosechan los innovadores, ya sean estos profesionales autónomos
(el IRPF recorta los ingresos del innovador) o empresas (el impuesto
sobre sociedades recorta las ganancias que obtiene una corporación por
innovar). Asimismo, las diferencias regionales entre tipos impositivos
empujan a trasladar los esfuerzos investigadores a territorios con una
carga tributaria más baja. Por consiguiente, por ambas vías, los
impuestos generan un perjuicio inequívoco sobre la innovación.
Ahora
bien, podría suceder que este incuestionable desincentivo a la
innovación no fuera muy acusado y que, por tanto, se tratara de un
factor relativamente poco relevante sobre la dinámica investigadora de
un país. Si, por ejemplo, la innovación no requiriera de una fuerte
inversión previa en I+D
(si las nuevas ideas afluyeran espontáneamente en la cabeza de los
innovadores), entonces se seguiría innovando a un ritmo similar por
mucho que fiscalmente se desincentivara la inversión en I+D; si,
asimismo, el innovador fuera insensible a los réditos monetarios de su
trabajo (si sintiera un fuerte impulso a innovar aun cuando no se le
remunerara), entonces también se continuaría innovando fuera cual fuera
la fiscalidad; si, a su vez, los réditos que más valorara el innovador
fueran de tipo no monetario (el estatus, verbigracia), los impuestos
tampoco resultarían demasiado importantes, o si, por último, las
economías de aglomeración fueran fortísimas en el caso de la innovación
(es decir, si resultara mucho más rentable innovar donde ya residen
otros grupos innovadores), entonces los impuestos altos tampoco tendrían
por qué expulsar a los innovadores de aquellos territorios donde se
concentrara mucho dinamismo innovador.
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