Llegó el día y hubo referéndum o, al menos, algo que se asemejaba lejanamente a un referéndum. La Policía y la Guardia Civil intervinieron tratando de contener lo incontenible. El independentismo se lo jugaba todo a una carta, la del 1-O, y supo jugarla bien colocando un cebo al Gobierno y éste, que es ciego, sordo y mudo, se lo comió enterito. En todo lo demás la situación es idéntica a la del 30 de septiembre. La Generalidad no se apea del burro y Moncloa es incapaz de dar el giro decisivo a la situación. Se niega a tomar medidas más fuertes a pesar de que Puigdemont anuncia una inminente declaración unilateral de independencia. Un nudo gordiano, un problema irresoluble que ha desembocado en esta hora aciaga, la más oscura de los últimos cuarenta años.
Y todo empezó por un simple referéndum que, aunque no fue tal, si terminó celebrándose algo parecido, suficiente para que la Generalidad publicase una foto de Puigdemont y otros líderes del procés votando tranquilamente. No hacía falta más. Pero es que hubo mucho más. Las fotos de los capos procesistas votando como en unas elecciones normales no eran un paripé. Votó quien quiso hacerlo, incluso muchas veces porque, al no haber censo, podía votar cualquiera, incluso los empadronados en Madrid. Pero de lo que se trataba era de eso mismo: de si habría o no referéndum, y lo hubo. Luego Soraya Sáenz de Santamaría a media jornada y Mariano Rajoy por la noche mintieron. Lo hicieron de una manera tan descarada que no entiendo como no se les cayó la cara de vergüenza mientras lo hacían.
Cuestión de imagen
Porque por pocas -o directamente ninguna- garantías que ofreciese la consulta, lo que se despachaba era una cuestión de imagen no de procedimiento. Ahí el Gobierno perdió por goleada como viene haciéndolo desde el principio mismo del procés y, más concretamente, desde que éste se substanció en la convocatoria de un referéndum hace más de dos meses. El procés que, no lo olvidemos, arranca en 2012 tras aquel verano de infarto que puso al Estado al borde de la bancarrota, ha ido apuntándose un tanto tras otro en términos de imagen. Ha conseguido llevar la iniciativa en todo momento y modular el debate a su antojo.
De hecho, hasta hace menos de un mes no había siquiera debate más allá de los periódicos. Rajoy, convencido de que el problema se resolvería solo, lleva cinco años dejándolo correr. Cuando ha querido reaccionar ha sido demasiado tarde para todo. Lo de ayer, en definitiva, no fue más que el precipitado final de un lustro de desidia e incompetencia. Y no, no vale escudarse en que la Generalidad se había puesto al margen de la Ley. Eso ya lo sabemos todos. En este punto lo que ya carecía era de excusas para no actuar a pesar de que se le presentaban dos opciones muy claras: o aceptar el órdago secesionista y sentarse a pactar una reforma exprés de la Constitución junto al PSOE y Podemos; o emplear los instrumentos que le confiere la Ley, entre los que está, naturalmente, la invocación del artículo 155 de la Constitución.
Cuestión de elegir
Ambas soluciones eran posibles y ambas hubiesen evitado el drama de ayer, el de hoy y el de las próximas semanas. Era cuestión de elegir. Pero eso a Mariano Rajoy Brey no se le da precisamente bien. Prefirió confiar en el poder mágico de las palabras: “no habrá referéndum”, “aquí no ha pasado nada”. Pues sí, si pasaba algo y hubo referéndum. La torpeza inmensa de Moncloa, que sólo demuestra redaños para castigar a los afines y para perseguir hasta la tumba al todo el que deba un céntimo a Hacienda, llega, además, en un momento en el que el procesismo atravesaba horas bajas.
Tras cinco años de ensimismamiento, promesas y propaganda, los desencantados del procés eran ya legión, más aún desde que, a principios de septiembre, se echasen al monte pisoteando el reglamento del parlamento autonómico. Tenemos ahí los sondeos, tanto los del Estado como los de la Generalidad como prueba de cargo. Precisamente para hacerlo renacer los jerarcas procesistas se embarcaron a la desesperada en esta aventura del referéndum. Pues bien, cabía la posibilidad de frenarles en seco o la de ignorarles, como ya hizo en noviembre de 2014. Es decir, parafraseando a Churchill, Rajoy tuvo que elegir entre el deshonor y la guerra, escogió el primero y al final tiene ambos.
La oceánica incapacidad rajoyana
Hemos presenciado durante las últimas semanas el sorayo-rajoyismo -esa mezcla de burocracia, anemia intelectual, falta absoluta de principios y pasión enfermiza por mandar- llevado a sus últimas consecuencias. Cabría preguntarse por qué hemos tardado tanto en descubrir la oceánica incapacidad rajoyana, ¿cómo es posible que haya llegado hasta aquí? Lo entendemos mejor si partimos de dos hechos fundamentales. Tanto la presidencia del PP como la del Gobierno cayeron en sus manos por accidente, como un regalo caído del cielo. La primera se la entregó José María Aznar por acción, la segunda José Luis Rodríguez Zapatero por deserción.
Cuando en 2013 vio que podía esfumársele el poder por su nefasta gestión de la crisis económica -consistente en cargar todo el ajuste sobre el sector privado y asfixiarnos a impuestos- promovió activamente desde sus terminales mediáticos la formación de un partido a la izquierda del PSOE para partirle el espinazo. Sólo tras esa operación, calculada cuidadosamente desde la vicepresidencia, pudo ganar las elecciones de 2015 y 2016, pero con los peores resultados de toda la historia del PP. Esperaba que esto fuese algo parecido y que ahora las castañas se las sacasen del fuego los tribunales y la Guardia Civil.
Exactamente lo mismo que, en el otro lado, han hecho Puigdemont y Junqueras empujando a la gente de a pie a jugarse la cara por ellos. Porque lo de ayer era eso mismo: guardias civiles y policías nacionales contra gente del común que, a diferencia de sus líderes, no ha cometido una sola ilegalidad. Líderes que también han empleado a placer a los Mossos como marionetas policiales. Y si no lo han hecho con los jueces es porque no los tienen.
Al cabo el embrollo es mayúsculo y no sabemos muy bien cómo vamos a salir de él, no ya indemnes, sino con el menor número de magulladuras posible. Por de pronto Soraya Sáenz de Santamaría debe dimitir o ser cesada inmediatamente. Eso en Madrid. En Barcelona el Gobierno autonómico en pleno ha de ser inhabilitado para dar paso a la convocatoria de elecciones, tanto en Cataluña como a nivel nacional. Lo que venga después sólo Dios lo sabe.
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Fuente e imagen: Diazvillanueva.com


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