Hacia 1625, la hermosa y excelentemente fortificada ciudad flamenca de Breda agonizaba en un asedio de proporciones apocalípticas.
Acevedo, con los ojos húmedos, puso fin a un abrazo intenso y sentido y tomó rumbo al frente de combate más duro y largo de la época: Flandes.
Hacer la guerra en camisa
Flandes sangraba abundantemente desde hacía tiempo –la guerra duraría cerca de 80 años a partir de 1568–, y era la tumba de miles de hijos de España. El empecinamiento del Imperio español en sostener un frente que se podía haber negociado abriendo la mano con una generosa autonomía, evitando varias bancarrotas y atando en corto los factores estratégicos, dio al traste con cualquier solución que no fuera la de más de lo mismo: guerra.
Los Países Bajos tenían por aquel entonces –y tienen hoy todavía–, una saneada y dinámica economía; habría bastado con dejarles practicar su credo discrepante y nos habríamos ahorrado una fortuna y muchos disgustos. Pero hay algo genético, endémico e incorregible en nuestra estrábica visión política.
Alonso de Acevedo era el mayor especialista en golpes de mano, en ataques sorpresa, en dirección de comandos; era el mayor experto en operaciones tras las líneas enemigas, era el líder natural de los encamisados, un cuerpo de operaciones especiales puntero y letal diseñado en su momento por encargo del rey al Gran Duque de Alba, un cuerpo que comenzaría operar a mediados del siglo XVI en aquella carnicería interminable que se desarrollaba al norte de Francia.
Una encamisada era un ataque por sorpresa a una hora tardía de la madrugada, casi rozando el amanecer, en ese momento en que se le supone al enemigo profundamente dormido y confiado.
En el origen, estas acciones de los Tercios no eran otra cosa que pequeñas escaramuzas con un número de efectivos reducido, que realizaban sabotajes o robos en los campamentos y posiciones del enemigo. El equipo de guerra para estos ataques sorpresa se reducía al mínimo y se componía de una daga o espada y mosquetes o arcabuces, aunque puntualmente y según la demanda del objetivo a sabotear, se solían sumar pequeños barriles de pólvora para volar ya fuera estos objetivos previamente designados o las galerías por las que habían transitado antes del ataque. Su única indumentaria solía ser una gruesa camisa de lana de color blanco, distintivo equivalente al santo y seña ante los propios.
Los tercios eran las legendarias unidades de combate de la Monarquía Española que durante los siglos XVI y XVII, serían reconocidos como la mejor infantería del mundo. Las crónicas de la época, las tropas enemigas y los historiadores posteriores, dan fe de ello. Sus tácticas fueron imitadas incluso por la Wehrmacht alemana durante la II Guerra Mundial. Desde Nápoles a Milán, desde Francia a Flandes, protagonizaron las más célebres gestas de la historia militar de la época.
Al filo del viejo siglo, las siluetas de los molinos y los pequeños puentes de contrapesas que poblaban los pólder de la primera Holanda, dibujaban un escenario idílico en aquella primavera. Pero la realidad era otra bien distinta.
En aquella larga e interminable guerra que minaba los recursos económicos de España para beneficio y regocijo de los ingleses, que, muy cucos, financiaban generosamente a los sublevados; hubo un episodio en el que los encamisados pasarían a la historia por méritos propios.
El asedio
Hacia 1625, la hermosa y excelentemente fortificada ciudad flamenca de Breda, aquella que daría lugar a la magistral e imperecedera obra que pintara Velázquez envuelta en mágicos claroscuros, con una atmósfera que invitaba a la esperanza más allá de la intencionalidad de propaganda política –por la idea de clemencia que emana la entrega de las llaves–, agonizaba en un asedio de proporciones apocalípticas.
Justino de Nassau, un arrogante pisaverde flamenco, hijo de Mauricio de Nassau, uno de los rebeldes más señalados en el alzamiento flamenco y reputado jefe de armas, las pasaba más que canutas en el intramuros de una plaza que llevaba cerca de un año rodeada por las fuerzas españolas. Miles de muertos por la peste y el hambre configuraban un cuadro de horror inenarrable. Interminables hogueras dibujaban un escenario dantesco en el que en las piras construidas a tal efecto se quemaban los cadáveres de los caídos a un ritmo escalofriante. Las fauces del infierno se habían cerrado de manera inmisericorde sobre aquella maldecida ciudad.
El capitán Acevedo y dos docenas de los más bragados hombres del tercio, por encargo directo del general Ambrosio de Spinola, serían designados para volar los polvorines de la ciudad y abrir una brecha en sus sólidos muros con el objetivo de entrar en tromba. Pero no haría falta.
En la madrugada del seis de abril de ese mismo año, Alonso de Acevedo y sus hombres entrarían por escalo subrepticiamente en la ciudad sin ser detectados. El panorama era de pesadilla. Cientos de cadáveres en descomposición poblaban las estrechas callejuelas. El hedor era insoportable y la cara más terrible de la guerra se manifestaba en aquellos ojos vacíos de expresión; la peor versión del Dios de los creyentes estaba presente en aquel lugar donde el horror tenia asiento en primera fila.
El capitán ‘motu proprio’, no quiso llevar a cabo las acciones de sabotaje encomendadas. Lo que había visto le parecía más que suficiente. Al llegar al campamento español, le daría el parte al general Spinola, que respetaría la decisión tomada por el oficial.
Semanas más tarde, al límite de la tolerancia y al borde de la locura, a las puertas del verano, un 5 de junio, Justino de Nassau y sus tropas se rendirían honrosamente. Ese día una fina lluvia purificadora caía sobre Breda.
Fuente e imagen: El Confidencial-
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