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16/2/17

¿Quién nos protegerá de los proteccionistas?


El proteccionismo está de vuelta aunque, si lo miramos con algo de perspectiva, lo cierto es que nunca se fue del todo. La fobia al comercio es algo tan humano como el amor por comerciar. Y como en todo, la política, que no deja de ser un espejo de la sociedad, oscila de un extremo al otro. Se atraviesan épocas librecambistas a las que suceden otras proteccionistas. Parece que estamos entrando en una de estas últimas. El pistoletazo de salida lo ha dado Donald Trump y pronto le han salido imitadores. En Europa, por ilustrarlo con un ejemplo cercano, Marine LePen o el socialista Benoît Hamon quieren poner todas las trabas al comercio que sean posibles y, en última instancia, que Francia se autoabastezca de todo lo que sus habitantes necesiten. Es el Estado-Nación llevado a sus consecuencias lógicas. Si somos una comunidad política completa seámoslo para todo, incluidas las compras y las ventas. Es una idiotez tribal, lo sé, pero es así como piensan.

Poco importa que se haya demostrado una y mil veces que el comercio enriquece a las dos partes, al que compra y al que vende. Que si vendemos es porque valoramos más el dinero que la mercancía y que si compramos es porque estamos operando en sentido inverso. Que si compramos lejos es porque hacerlo cerca nos cuesta más dinero, es decir, más tiempo de trabajo, que no con otra cosa adquirimos bienes y servicios. Pero se tiende a pensar lo contrario. O, mejor dicho, a hacer buena estas premisas solo si el que compra o el que vende comparte contigo pasaporte. La cuestión es que nunca un país prosperó con medidas de tipo proteccionista y los que, siendo prósperos, las adoptaron no tardaron en empobrecerse. Pero no sirve de nada recordarlo. Existe la idea comúnmente aceptada de que fijar altos aranceles y cerrar las fronteras es lo único que se puede hacer para proteger a los productores locales y algo necesariamente bueno porque beneficia al empleo nacional. Resumiendo, que, una vez más, el Gobierno sabe mejor lo que nos interesa que nosotros mismos.


El Gobierno, por ejemplo, dice que hay que reindustrializar el país. Si hay que reindustrializarlo es porque en algún momento del pasado se desindustrializó a causa de que los fabricantes se fueron con la música a otra parte. Como hay que reindustrializar el país es imperativo que todo se fabrique aquí y aquí se venda. Un círculo virtuoso que repercutirá en empleo para todos. El problema es que las empresas que sacan parte (o la totalidad) de su producción al extranjero no solo lo hacen porque la mano de obra nacional sea más cara. Se van también porque la fiscalidad es asfixiante o porque la regulación del país de destino es más laxa. Las empresas, a fin de cuentas, están para ganar dinero no para crear puestos de trabajo. Sucede que para hacer lo primero tienen que crear lo segundo, pero eso es secundario. Cuando alguien monta una empresa su primera motivación es ganar dinero con ella, luego vienen todas las demás. Visto así, si quieren que las empresas vuelvan en masa no tienen más que ajustar esos parámetros. El primero, el de los salarios, es más complicado, pero no los otros dos. Cualquier Gobierno puede bajar impuestos o aligerar la regulación. Ambas cosas se hacen con simples firmas y en un periodo de tiempo muy corto. Por esa razón los países con impuestos bajos y poca pero buena regulación tienen tasas de desempleo minúsculas y sus habitantes no están muy preocupados por las deslocalizaciones. Saben que si una se va vendrá otra.

Luego hay otro problema añadido, producir cualquier cosa tiene cierta complejidad. Hasta un simple lápiz lleva incorporadas varias materias primas y otros tantos procesos productivos que nos suelen pasar desapercibidos. Cada empresa escoge el suyo para cada una de sus líneas de producto. Es, por lo tanto, muy difícil sistematizar y categorizar, que es lo que busca el burócrata. Veamos, por ejemplo, un ordenador portátil HP. La marca es norteamericana y muy probablemente estará ensamblado en China, pero en su interior hay un montón de componentes fabricados y diseñados en diferentes lugares del mundo que se envían a la planta y allí terminan conformando el portátil. Lo mismo con un automóvil, una ventana o un aspirador. Si se tratase de concentrar toda esa actividad distribuida en un solo punto por decisión de un político sucedería que el portátil, el automóvil, la ventana o el aspirador saldrían mucho más caros o directamente no saldrían.

Esto se traduciría en menor crecimiento económico y más desempleo. Se daría la paradoja que, buscando proteger los empleos, estos empleos terminasen desapareciendo. Podrían también nacionalizar la empresa o enchufarla a los presupuestos del Estado, pero llegaría un momento en que habría más empresas públicas o subsidiadas perdiendo dinero que empresas creando riqueza en el mercado para mantener a las anteriores. Añadámosle a esto que el proteccionismo es un arma de ida y vuelta. Si dejamos de importar ropa de China, ellos dejarán de comprar maquinaria y partes de automoción en España. Los partidarios del proteccionismo esto se lo callan porque si lo dijesen muy alto estarían reconociendo que, al tiempo que protegen unos empleos, desprotegen otros, todos los que se dedican a producir para la exportación.

Además, si de lo que se trata es de crear empleo sería tan fácil como quitar todos los semáforos del país y poner en su lugar a guardias regulando el tráfico. Luego habría que ver a cuánto asciende el impuesto de circulación y si podemos seguir teniendo un coche, porque alguien tendría que pagar todas esas nóminas de los guardias en los cruces. El empleo, en definitiva, no puede ser un objetivo en sí mismo. Es un medio para algo. Un país en el que se hacen muchas cosas es un país que emplea a mucha gente. Para que se hagan todas esas cosas lo primero es no ponérselo complicado a quienes las hacen. Y el Gobierno es el primer complicador de todo. Si se redujesen las exacciones fiscales y la regulación fuese más benigna las empresas en vez de irse afluirían, incluso en lugares con sueldos altos. Pero, claro, ahí tocamos en hueso. De los impuestos esta gente come y las regulaciones son lo que les hace sentirse imprescindibles. Ellos defienden lo suyo, pero es que lo suyo no es lo nuestro.

Fuente e imagen: diazvillanueva.com

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