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14/3/18

Cadena perpetua y politización del dolor

Anda España conmocionada por la muerte del pequeño Gabriel, un niño de ocho años presuntamente asesinado por la novia de su padre, Ana Julia Quezada, que, según ha declarado ante la Guardia Civil, golpeó con un hacha al niño y luego le estranguló. De esto se podrá retractar, pero no podrá hacerlo con el hecho de que llevaba el cadáver del niño metido en el maletero de su coche porque fue pillada in fraganti por los agentes. Blanco y en botella. Al abogado defensor de esta mujer le espera un auténtico calvario si lo que pretende es demostrar la inocencia de su defendida.
Pero, al margen del hecho delictivo, el asesinato de Gabriel ha llegado en un momento especialmente delicado. Por un lado nos encontramos ante la posible derogación en las Cortes de la prisión permanente revisable, y por otro estamos envueltos en pleno debate sobre la violencia machista. De este modo, la trágica muerte de Gabriel ha azuzado dos hogueras que trascienden con mucho el suceso en sí.
Lo de la prisión permanente viene de lejos. En España la cadena perpetua quedó abolida en 1978 con la entrada en vigor de la Constitución, que en su artículo 15 lo señala expresamente. Desde aquel momento muchas voces han reclamado su vuelta, especialmente para terroristas como Iñaki de Juana Chaos, que asesinó a 25 personas y cumplió sólo 18 años de cárcel, a unos 10 meses de condena por cada asesinato.
En marzo de 2015 el PP llevó al Congreso una iniciativa para reformar el Código Penal e incluir una suerte de cadena perpetua revisable a los 25 años de cumplimiento de la pena. Los populares lo sacaron solos adelante valiéndose de su mayoría absoluta ya que tanto el PSOE como los nacionalistas se oponían. El PSOE llegó incluso a denunciar la reforma ante el Tribunal Constitucional.
La prisión permanente revisable es, a mi juicio, algo necesario por dos razones:
La primera porque la función primera del encarcelamiento no debe ser la reinserción, sino el castigo del crimen y la satisfacción de la víctima. De no ser así, de no desincentivar la comisión de delitos y dar al delincuente lo que se merece, terminaría imperando la impunidad y nada impediría que las víctimas se tomasen la justicia por su mano. Después de eso ya viene lo de la reinserción del preso, pero entendida como una gracia que la sociedad civilizada y generosa le hace al delincuente ofreciéndole una segunda oportunidad.
La segunda porque hay ciertos tipos de criminales que no se reinsertan jamás. Los psicópatas son quizá el ejemplo más conocido pero no es el único. Los fanáticos tampoco suelen hacerlo. Ahí tenemos el caso de De Juana, que vive en libertad en Venezuela, donde regenta una licorería sin haberse arrepentido de sus crímenes. La prisión permanente mantiene a estos dos tipos de criminales entre rejas. Ambos son una amenaza para la sociedad porque, dada la naturaleza de su trastorno, es seguro que volverán a delinquir.
Prácticamente todos los países de Europa tienen prevista la prisión permanente en su ordenamiento legal, y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reconocido la compatibilidad de esta pena con la finalidad de la reinserción, precisamente por su carácter revisable. La revisión incluso puede servir de acicate para que el penado busque reinsertarse. La prisión, en definitiva, no debe ser entendida como venganza, sino como Justicia. Es justo que un asesino múltiple que no se ha arrepentido permanezca en la cárcel. Además de justo es un mecanismo de defensa de la propia sociedad contra este tipo de indeseables.
Pero, por si el debate sobre la prisión permanente fuera poco, la muerte de Gabriel ha agitado otro asunto que se encuentra en estos momentos al rojo vivo. Me refiero a la violencia machista, de la que se habló mucho el día 8 con motivo del día de la mujer. Corre la especie entre el feminismo radical que los hombres somos violentos por naturaleza. Manuela Carmena, que no es una que pasaba por allí sino la alcaldesa de Madrid, lo textualizaba hace poco más de una semana asegurando que sólo por el mero hecho de ser hombres llevamos inscrita la violencia en el ADN. Un disparate sin sustento científico alguno pero al que tratan de sacarle réditos políticos.
Los hombres (y las mujeres) somos capaces de lo mejor y de lo peor. Todos llevamos un héroe y un villano dentro, un ángel y un demonio. Hay personas en las que su yo demoniaco se termina imponiendo y otras en las que gana su yo angelical. En esto no hay diferencias entre los sexos, pero el nuevo feminismo quiere apuntalar esa idea para apuntalar así que existan dos códigos penales: uno para hombres y otro para mujeres, cosa que en países como España ya han conseguido parcialmente.
El caso de Ana Julia Quezada les pone frente al espejo. Si la mujer no es violenta, ¿cómo es posible que hiciese lo que parece que hizo? Como todo castillo de naipes levantado sobre mentiras, cuando se viene abajo lo hace con estrépito. Aquí es donde ha naufragado toda esa cháchara mentirosa que se aireó con tanto descaro la semana pasada. Se puede politizar el dolor, pero sólo cuando a ellos les conviene.
Ante la evidencia de que lo que decían era falso, ¿por dónde han salido? Pues por donde se preveía, por la victimización del verdugo. Al parecer a Quezada la están acusando por ser una mujer de raza negra y no porque hayan encontrado a un niño muerto en su maletero. La clásica prestidigitación verbal del fanático que, ajeno a los hechos, repite su mantra dando cabezazos con la devoción de un monje tibetano. Nada extraño, lo raro es que hubiesen hecho lo contrario, pero no está de más que de vez en cuando la inapelable realidad nos los muestre tal cual son.
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Fuente e imagen: diazvillanueva.com

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